Cada vez que Juan Briones desciende a las profundidades del norte de México para excavar en busca de carbón, sabe que debe encontrar un equilibrio entre ganarse la vida y evitar la muerte.
En agosto, su cuñado fue uno de los 10 mineros atrapados en el yacimiento de carbón El Pinabete cuando el agua horadó la pared de un pozo e inundó los túneles en los que los hombres estaban trabajando. Casi dos meses después, sus cuerpos aún no han sido recuperados.
Los trabajadores de las minas conocen los riesgos, dijo Briones, pero a menudo sienten que no tienen otra opción.
“Es la necesidad de uno mismo para sobrevivir, para solventar la familia”, explicó el hombre de 35 años en una entrevista reciente con Reuters en su casa, después de que su esposa le ayudó a quitarse el polvo negro que se había adherido a su piel tras una jornada en un mina sofocante.
Briones tiene cuatro hijos, de seis, ocho, 10 y 15 años.
Incluso antes del desastre de El Pinabete, instó a su hijo mayor, que dejó la escuela, a evitar el trabajo peligroso al que ha dedicado las últimas dos décadas de su vida.
“Es un trabajo muy fuerte, y también por los accidentes y todo”, relató. “Yo no quería que pasara lo mismo que yo, que vaya a trabajar a los pozos, donde están los riesgos”, añadió.
El trabajador, quien comenzó en las minas cuando tenía solo 14 años, labora decenas de metros bajo tierra con un casco, guantes y botas con punta de acero para protegerse, en alerta por las rocas que caen, poleas defectuosas, gases tóxicos e inundaciones subterráneas.
Cuando baja por primera vez, a veces siente que no puede respirar. Emerge más tarde empapado en sudor.
Briones vive en el municipio Sabinas, en el estado Coahuila, fronterizo con Estados Unidos, donde los empleos son escasos. Siente que tiene pocas alternativas que puedan igualar los aproximadamente 150 dólares que se lleva a casa a la semana.
Su cuñado, Hugo Tijerina, lo había animado a trabajar en El Pinabete. Pero él lo rechazó, diciendo que temía que gigantescas piscinas de agua en las minas abandonadas cercanas pudieran abrirse paso e inundarlo, que es exactamente lo que sucedió el 3 de agosto.
Ese día, los trabajos de excavación causaron el derrumbe de la pared de un túnel. Los esfuerzos para bombear la excavación y rescatar a los mineros finalmente fracasaron.
El desastre puso de relieve los peligros a los que se exponen los trabajadores de las minas pequeñas y no reguladas en el corazón del carbón de México, donde personas como Briones son contratadas de manera informal, con honorarios en efectivo, para extraer la roca que se formó en la Tierra en el período Cretácico hace millones de años.
El Pinabete, uno de los muchos yacimientos de Coahuila explotados para proporcionar carbón a la empresa eléctrica estatal de México, no había sido visitado por inspectores laborales, informó Reuters el mes pasado. La ley mexicana no exige que dichas minas sean inspeccionadas antes de abrirlas.
No fue la primera tragedia de esa índole en Coahuila. En 2006, una explosión en la mina Pasta de Conchos mató a 65 hombres. Solo se recuperaron dos cadáveres.
El cuerpo enjuto de Briones contrasta con la fuerza que posee para trabajar hasta ocho horas diarias empuñando una pistola de aire comprimido para volar la roca, una pala y un carro para transportar carbón a través de túneles subterráneos.
Puede ganar 2,700 pesos (unos 134 dólares) levantando 18 toneladas de carbón a la semana. La paga sube a 3,300 pesos (alrededor de 164 dólares) si puede entregar dos toneladas más, un incentivo para esforzarse y trabajar más rápido.
Briones, que usa en la oreja un arete colgante de plata con un crucifijo, un recordatorio de su profunda fe católica, intercambia bromas con sus compañeros de trabajo para que las horas pasen más rápido.
Aún así, se mantiene alerta a los peligros. Mientras desciende a la oscuridad, piensa en el hermano de su esposa y en los otros nueve que nunca regresaron.
“Siempre es el temor de no volver”, confesó. “Cuando ando trabajando, en el tumbe (proceso de romper y tirar el mineral) yo recuerdo a todos”, agregó.