El escritor regresa a México después de 10 años para presentar su nueva novela, una historia de aventuras en la que reconstruye un país que ya no existe.
Arturo Pérez-Reverte ha llegado a Ciudad de México con otra urbe en la cabeza. Desde que empezó a escribir su novela más reciente, Revolución (Alfaguara, 2022), el escritor español ha estado estudiando mapas antiguos de la capital mexicana, revisando líneas de tranvía, mirando fotografías de época para reconstruir un país, el de principios del siglo XX, que ya no existe. Y hace unos momentos, mientras venía en el coche a presentar el libro ante la prensa, tuvo una sensación extraña: “Estaba como borrando lo que veía, eliminando elementos modernos y colocando ahí mentalmente lo que he tenido durante dos años en la cabeza”. El lugar del encuentro no es baladí: aquí, en la Casa de los Azulejos, en el Centro Histórico, transcurre parte de la historia.
Hacía casi un década que Pérez-Reverte (Cartagena, España, 71 años) no venía a Ciudad de México. “Tenía que dar la cara, me la partan o me la aplaudan”, dice ante una veintena de medios porque su novela trata de uno de los episodios más relevantes de la historia mexicana. El protagonista de su historia, un ingeniero de minas andaluz, entra casi por accidente a las tropas de Pancho Villa, que está haciendo la revolución en el norte del territorio. Martín Garret –el apellido inglés le viene de un bisabuelo– ayudará a los insurgentes a volar puentes y bancos, y vivirá con ellos episodios marcados por la pólvora, el sotol y la testosterona.
“Él no quiere hacer mejor el mundo, él no cree en la revolución”, dice Pérez-Reverte, y sigue: “No está enamorado de la revolución, sino de los hombre y mujeres que la hacen. Él quiere aprender y México se convierte en un lugar que le cambia la vida”. El autor, que fue corresponsal de guerra durante dos décadas y ha cubierto una veintena de conflictos armados, reconoce sus propias ideas en el protagonista: “No creo en las revoluciones, pero al mismo tiempo creo que hay que hacerlas aunque solo sea por sacudir el mundo, porque corra algo de sangre de vez en cuando, porque el que está arriba duerma con un ojo abierto”. “Pero sabiendo”, agrega, “que cuando el de abajo llega arriba se convierte en el de arriba”.
Son las once de la mañana y en el interior de la Casa de los Azulejos un pianista toca en vivo. Pérez-Reverte repite una tras otra, como si las tuviese listas para los periodistas, frases redondas y efectivas. Este edificio, donde ahora habla el autor, albergó en la época en que ocurre la historia el Jockey Club, un punto de encuentro de la élite porfirista. En la novela, aquí se realiza un homenaje a Francisco I. Madero, que después de liderar la Revolución en el norte ya es presidente. En esos salones “todo era buen tono”, escribe Pérez-Reverte: “Crujían los vestidos almidonados de las señoras, aleteaban los abanicos, y el alto espacio hasta el techo (…) se espesaba con humo de cigarros y rumor de conversaciones”.
El edificio que se alza hoy a un costado del Palacio de Bellas Artes fue remodelado en 1905. Una placa sobre la calle Condesa da algunos datos más: “La construcción moderna de esta casa mide 18,25 metros a partir de esta esquina hacia el sur y 23,20 metros hacia el oriente”. Las cerámicas del exterior, las que le dan el nombre al inmueble, dibujan una sucesión de cuadrados azules; de cerca, cada cuadrado es, en realidad, un centro del que nacen cuatro flores. En el interior, la luz entra desde el techo como en un invernadero. No cuesta imaginar que aquí, a principios del siglo XX, se reunía la élite política y económica del país.
“Cuando empecé la novela”, dice Pérez-Reverte, “creía que este era el Sanborns de la época”. El autor se refiere a una cafetería fundada en aquellos años por los hermanos Frank y Walter Sanborns. Fotografías de la época muestra a revolucionarios, villistas y zapatistas armados, desayunando allí. “Cuando empecé a investigar vi que no era cierto”, continúa. La cafetería se encontraba, en realidad, un poco más adelante. “Después se vinieron aquí”, explica el autor. Todavía funciona en el inmueble un restaurante, aunque la empresa familiar fundada por los hermanos Sanborns ha pasado a ser propiedad del Grupo Carso, del magnate Carlos Slim.
“Con esta novela puedo ir al Tenampa con la frente muy alta”
Pérez-Reverte reconoce que tenía “un problema fundamental” al empezar a escribir. “El México del siglo XX no lo tenía controlado y no podía cometer errores porque me iban a crucificar”, dice. Leyó, sobre todo, novelas contemporáneas de la Revolución mexicana –”todas, todas, todas”– para dominar la forma en que hablan sus personajes y publicaciones posteriores, como Gringo viejo, de Carlos Fuentes, o la biografía que escribió de Pancho Villa Paco Ignacio Taibo II. “Mi Villa es el correcto”, dice sobre su personaje: “Es un bandolero medio analfabeto, cruel, mujeriego, elemental, vital, a quien las circunstancias lo convierten en líder. Y tiene un instito tácnico extraordinario. Es al mismo tiempo fascinante y repulsivo. Es un hombre al que yo posiblemente hubiera hecho fusilar, pero me hubiera tomado un tequila antes. O él me habría hecho a fusilar a mí”.
“Disculpen que hable con cierta insolencia, pero aquí no estoy en el extranjero. Estoy en mi casa, vamos”, advierte a los periodistas. Si La reina del sur, un éxito de ventas que publicó en 2002 sobre una mujer que se abre camino en el mundo del narcotráfico, fue para él “el descubrimiento” de México, este libro es “una especie de conclusión”: “Es un rendir cuentas, es decirle a los mexicanos: ‘Esto he aprendido de ustedes en lo bueno y en lo malo’. Uno se horroriza, cuando lee este libro, de lo cruel que puede ser el mexicano y se admira de lo asombrosamente brillante, divertido, generoso, valiente que puede ser”.
Pérez-Reverte sabe narrar, es evidente, sonríe educado, evita responder sobre política española, marca el tiempo para las preguntas, que ya se va acabando, y recuerda que la noche anterior fue al Salón Tenampa, una histórica cantina fundada después de la Revolución que frecuentaron José Alfredo Jiménez o Chavela Vargas. “Ayer volví, encontré a mi amigo César, mariachi”, empieza y por un momento parece que se va a quebrar, pero sigue: “Me siento en paz con México, que me ha dado muchas cosas y yo intento darle otras. Con esta novela puedo ir al Tenampa con la frente muy alta”. “Ustedes juzgarán”, continúa, “si he entendido México o si sigo siendo un pinche gachupín que se pasea por aquí sin enterarse”.