esperté inquietado por los golpes insistentes en la puerta. Me sentía vulnerable, mareado. La cabeza me daba vueltas. Intenté levantarme, pero no pude. Esperé unos segundos mientras mis ojos enfocaban el cuarto. Afuera no dejaban de tocar la puerta una y otra vez. Caminé a abrirla como pude.
“Joven, ya se acabó su tiempo, son las 12:30”, me dijo la trabajadora del motel. En ese momento todavía no me daba cuenta de que mi ligue de Grindr me drogó y me robó 30 mil pesos.
Aturdido, le contesté a la mujer que ya saldría. Entonces busqué mi cartera y mi celular, pero no estaban. Tampoco estaba Antonio, el chico con el que pasé la noche, o eso creo. Tenía que salir pronto del motel. Seguía sin saber lo que pasó.
Mi nombre es Alejandro, soy un chico gay, de 28 años, del puerto de Veracruz, una ciudad como ninguna para que las personas de la comunidad LGBT+ vivamos nuestra sexualidad con desenfreno, perfecta para buscar pasar un rato con desconocidos en una aplicación. Así yo conocí a mi estafador de Grindr, el sábado 16 de julio de 2022.
Salí a la avenida Rafael Cuervo, en Veracruz, al día siguiente de aquella cita. La luz del día me golpeó en la cara. Mi cabeza reventaba de dolor y las piernas apenas me respondían. Ni siquiera pude tomar un taxi para llegar a mi casa. No tenía dinero ni en las bolsas de mis pantalones.
Llegué a mi casa solo a tirarme sobre mi cama. No recordaba nada, pero no me importó, solo quería dormir, me sentía muy mal. Desperté hasta el día siguiente, el lunes, justo a tiempo para ir a mi trabajo. Entonces empecé a recordar. Ahora sé que Antonio, si es que se llama así, me robó, y que no soy su primera víctima.
Un par de noches antes, el sábado 16 de julio, recibí un mensaje por Grindr, una aplicación móvil en la que chicos homosexuales como yo buscamos encuentros casuales con otros hombres. La fotografía de Antonio llamó mi atención. Es güerito, se veía bien, vestía ropa de marca.
Intercambiamos nuestros números y pasamos al WhatsApp, en donde hicimos una videollamada para ponernos de acuerdo para vernos esa misma noche. Ahí mismo me propuso tomarnos unos “drinks”, un vodka, me dijo, que él guardaba en su casa.
“Ay, no, el vodka me mata, si quieres compramos otra cosa”, recuerdo que le comenté.
Nos vimos un poco antes de las ocho de la noche en el estacionamiento de Soriana Los Pinos, en la avenida Rafael Cuervo. El tráfico ya era intenso y comenzaba a oscurecer. Lo vi llegar con un short, una playera negra y una gorra. Se presentó.
Era justo como se veía en la videollamada. Güerito, alto, más o menos, de brazos fuertes, un poco gordito, pero de buen cuerpo. Estaba bueno y olía bien. Su pelo corto lo escondía en la gorra que llevaba puesta. Por momentos se portaba extraño. Miraba a todos lados, como si alguien lo estuviera viendo.
Entramos de prisa al supermercado para comprar una botella de ron, agua mineral y unas cocas. Excitado por verlo, yo solo quería llegar al motel. Fuimos a uno en la colonia Playa Linda. Me extrañó que pidiera toda la noche. Sin embargo, solo nos rentaron la habitación por cuatro horas. Sería un buen rato, pensé.
Cuando entramos a la habitación puso música y me pidió que lo dejara preparar los tragos, que sabía hacerlo muy bien, porque fue bartender. Mientras servía las bebidas, me platicó que tiene 22 años, que es de Poza Rica y estudia una carrera en línea en la Universidad del Valle de México (UVM). Caí en su trampa. Le creí todo.
Sé que con otros chicos a los que también contactó por Grindr se presentó como Marco, Josué y otros nombres que ya no recuerdo. Tiene varias identidades. A veces dice que tiene 25 años, que es de Puebla o de Ciudad del Carmen.
Me dio la primera copa, todo bien. A la segunda comencé a sentirme mareado, vulnerable. Me sentía casi inconsciente, pero no dejaba de hablar. Después de la tercera copa ya no recuerdo nada. Ahora sé, por lo que he hablado con otros chicos, que Antonio me drogó con escopolamina.
La escopolamina o burundanga, como la conocen en algunos antros a los que suelo ir, es una droga que algunos sujetos echan en las bebidas de las mujeres para abusar de ellas o de otros hombres a los que les vacían sus cuentas bancarias.
Justo eso fue lo que Antonio me hizo. No tengo pruebas, pero estoy seguro de que mientras la droga iba haciéndome efecto, me hizo confesar mis contraseñas. Vació mis cuentas, se llevó mi cartera y mi iPhone. Haciendo cuentas, creo que me robó cerca de 30 mil pesos. Me dejó más pobre que nunca.
Los empleados del motel lo vieron salir alrededor de las 10 de la noche. Tiene lógica, porque los últimos movimientos en mi aplicación móvil del banco se registraron a las 22:17 horas. Todavía se atrevió a contestarle el teléfono a algunos amigos a quienes yo les mandé mi ubicación.
Intenté denunciar a Antonio en los juzgados de Rafael Cuervo, pero la acusación no procedió porque no tengo su nombre completo ni su domicilio. Si acaso, pude levantar una denuncia por el extravío de mi credencial, para que nadie haga inadecuado de mi identidad.